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Condenadme, no importa, La Historia me Absolverá

Fecha: 

16/10/1978

Fuente: 

Periódico Granma
HOY EN LOS CINCO continentes de nuestro planeta se conoce de la existencia de La Historia me Absolverá. No es aventurado decir que en todas las bibliotecas del mundo hay referencia a este folleto que contiene la autodefensa del joven abogado Fidel Castro en el juicio del Moncada. Todos los revolucionarios del mundo, todos los hombres y mujeres progresistas del mundo lo han leído o habrán de hacerlo; es un texto imprescindible para estudiar el proceso de la Revolución Cubana en la etapa que condujo a la victoria.

La Historia me Absolverá fue la defensa de las ideas de la vanguardia del Moncada, la defensa de la verdad de cuanto ocurrió antes y después del asalto a los cuarteles Moncada y Bayamo, el 26 de julio de 1953. En ese documento histórico, Fidel .expuso claramente al pueblo cubano, en toda su profundidad y alcance, los objetivos de la lucha, enfrentándose a la campaña de calumnias levantadas por el gobierno de la tiranía de Batista contra él y sus heroicos compañeros de lucha, decenas de ellos asesinados inmediatamente después del asalto al Moncada.

En la prisión de Isla de Pinos, Fidel Castro reconstruyó la autodefensa que improvisó en Santiago de Cuba, para que su contenido sirviera de arma con que librar la fase de lucha ideológica que debía emprenderse por su movimiento revolucionario, cuyos cuadros principales estaban muertos o sufrían confinamiento, encabezados por él. Desde la cárcel, Fidel encomendó a sus compañeras Haydee Santamaría y Melba Hernández la edición de “un folleto de importancia decisiva por su contenido ideológico y sus tremendas acusaciones”, según les expuso en una carta: era La Historia me Absolverá, cuya primera edición constituyó en sí misma otro combate en la larga batalla por las ideas.

Hoy hace 25 años que Fidel pronunció aquel histórico alegato; el haberlo hecho se inscribe como la primera gran victoria del Moncada. Fue la mañana del 16 de octubre de 1953 cuando se celebró el juicio al Jefe de la Revolución Cubana por los hechos del 26 de julio. Aquel día quisieron dejar presa su palabra en la pequeña salita de estudio de la Escuela de Enfermeras del hospital civil “Saturnino Lora”, lugar donde 82 días antes —el 26 de julio—, Abel Santamaría, segundo jefe del Movimiento de la Generación del Centenario, al frente de una veintena de compañeros, había librado la gloriosa resistencia que lo inmortalizó ante la historia de Cuba.

El proceso por el asalto a los cuarteles Moncada y Bayamo, Causa 37 del Tribunal de Urgencia de la antigua capital oriental, se había iniciado el 21 de septiembre, en el salón del pleno de la Audiencia, instalado en el recién inaugurado edificio del Palacio de justicia. En aquella oportunidad, Fidel compareció como acusado junto a sus demás compañeros y, en su condición de abogado, solicitó asumir su propia defensa. Este derecho le había sido concedido ya a otros abogados presentes, líderes de partidos de la oposición, a los que el régimen involucró en la Causa 37, y no pudieron negárselo a él.

Pero el uso de la investidura jurídica por Fidel Castro resultó demasiado embarazoso para el Tribunal y constituyó de inmediato un gran peligro para la tiranía.

Después de sus declaraciones, en respuesta al interrogatorio del Fiscal, los magistrados y juristas que representaban, estos últimos, a numerosos acusados que nada tenían que ver con los hechos del 26 de julio, Fidel pasó a ocupar un asiento en el estrado de la defensa y desde allí interrogó a asaltantes de los cuarteles Moncada y Bayamo, quienes denunciaron el asesinato de compañeros y las torturas de que fueron víctimas aquéllos y ellos mismos. El abogado Fidel Castro exigió al Tribunal que se dedujera testimonio de esas denuncias para abrirles causa criminal a los autores de los hechos, que como es de suponer eran miembros del ejército, soldados, clases y oficiales.

Fidel podía solicitar la comparecencia de testigos demasiado comprometedores, como, por ejemplo, los de! Hospital Civil, e interrogarlos; podía exigir cuantas pruebas considerara necesarias, amparado en su prerrogativa de abogado; estaba en el derecho de proponer careos y conducir el debate hasta esclarecer cualquier situación dudosa. Si Fidel continuaba ejerciendo su función de abogado, habría podido interrogar a testigos como Chaviano, Chaumont y otros criminales, en aquella amplia sala donde había más de doscientas personas, sumados a los comba tientes los demás acusados, sus custodios, empleados de la Audiencia, abogados, periodistas y familiares de los acusados.

El régimen no podía soportar esa confrontación con la verdad y su defensor máximo, cuando, desde la primera sesión, ya los acusados se habían convertido en acusadores.

Sobre lo que le tocaba hacer en aquel primer juicio, expresaría el propio Fidel el 16 de octubre: “Comenzaba para mí entonces la misión que consideraba más importante en este juicio: destruir totalmente las cobardes cuanto alevosas y miserables, cuanto impúdicas calumnias que se lanzaron contra nuestros combatientes, y poner en evidencia irrebatible los crímenes espantosos y repugnantes que se habían cometido con los prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del mundo la infinita desgracia de este pueblo que está sufriendo la opresión más cruel e inhumana de toda su historia”.

En la primera sesión del juicio de septiembre, Fidel declaró cuál era la línea del movimiento revolucionario que lidereaba, la composición de aquella vanguardia, su desvinculación con cualquier otra organización política. Asumió él solo toda la responsabilidad de la acción y manifestó que el autor intelectual del asalto al Moncada era José Martí.

Al día siguiente, apenas declararon unas diez personas —ya como abogado—, logró poner en evidencia a los asesinos de sus compañeros detenidos en Manzanillo, responsabilizando del crimen al capitán jefe de aquel puesto militar, y aún faltaban por declarar cientos de personas: “¿Qué sería cuando, con una cantidad abrumadora de datos y pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del tribunal, a los propios militares responsables de aquellos hechos?” —se preguntaba el 16 de octubre en la escondida salita del Hospital Civil, donde apenas cabíamos unas veinte personas, incluyendo al tribunal y los custodios que entraron con el acusado principal, ya que el otro —Abelardo Crespo—, estaba inmovilizado a consecuencia de una herida grave de bala que recibió en el asalto, alojándosele en un pulmón.

“¿Podía permitir el gobierno que yo realizara tal cosa en presencia del público numeroso que asistía a las sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y los líderes de los partidos de oposición, a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia con todos sus magistrados, que permitirlo!”

Ahí la razón de por qué fue juzgado en el hospital, de ahí por qué no se anunciara el día del juicio, de ahí por qué no permitieran tomar ni una foto, ni grabar una palabra; de ahí por qué se mantuvo la censura de prensa. Nada de lo que allí se dijo podía ser publicado. Sin embargo, a pocas horas de concluido el juicio del 16 de octubre, al igual que ocurría con cada vista del anterior, toda la población santiaguera conocía al detalle lo ocurrido, la trasmisión oral fue tan rápida como eficaz en el proceso del Moncada; además de los civiles presentes, los propios guardias que bloquearon la salita de las enfermeras se ocuparon después de contar lo que oyeron y de describir lo que vieron.

La víspera de celebrarse en la Audiencia la tercera sesión del proceso, el régimen decidió sustraer a Fidel de aquel juicio. El propio coronel Chaviano comentó en la cárcel de Boniato, ante numerosas personas, que Fidel “le estaba haciendo en el juicio un daño terrible al gobierno”. Fabricaron una enfermedad imaginaria y no llevaron más al jefe de la Revolución a la Audiencia. El abogado Fidel Castro protestó contra esa arbitrariedad y denunció que querían asesinarlo; así lo hizo constar en carta que la doctora Melba Hernández, en representación de él, entregó al Tribunal. Pero ya estaba decidido, no lo conducirían más a aquel juicio.

Fue así como, esgrimiendo el ardid de que Abelardo Crespo estaba inmovilizado a consecuencia de sus heridas y no podía ser trasladado al Palacio de Justicia, dos semanas después de concluir el proceso en la Audiencia, se reabrió en el hospital, juzgando allí al herido y al máximo dirigente de la acción de Moncada y Bayamo.

Aquel 16 de octubre era viernes. Los titulares de los periódicos no hacían mención alguna al juicio de Fidel. No era ésa una noticia jerarquizada; se había tendido un obligado y cruel silencio en relación con los sucesos del Moncada.

En el plano nacional la gran noticia era la presentación de credenciales por el embajador norteamericano en Cuba, señor Arthur Gardner, y en el campo internacional la guerra de Indochina.

Decían los diarios que aumentaba en Viet Nam la ofensiva del ejército francés; que el general Navarre estaba decidido a ganar la guerra “este año”. La operado, militar puesta en práctica para alcanzar ese objetivo si llamaba “Corrida final”. Estados Unidos acababa di regalarle a Francia para apoyar esta operación un navío de guerra bautizado con el nombre de “Lafayette”, ante: se había llamado “Langley”, y una ayuda adicional de 385 millones. La operación "Corrida final” sería definitiva, tanto es así que siete meses después los franceses fueron arrojados de Indochina tras la vergonzosa derrota que les propinaron los vietnamitas en Dien Bien Phu (mayo de 1954).

Aquella mañana, a las 7:30, llegamos a la Audiencia y encontramos pegado a la puerta del Palacio de Justicia un papel copia escrito a máquina donde lacónicamente se anunciaba una nueva vista de la Causa 37, a celebrarse esa misma mañana en la Escuela de Enfermera; del Hospital Civil. Los acusados que serían juzgados eran por orden alfabético: Fidel Castro Ruz, Abelardo Crespo Arias y Gerardo Pool Cabrera, este último un Obrero ferroviario de Camagüey, sin vínculo con el asalto al Moncada.

Los que leímos ese aviso fuimos al Hospital. Faltaba’ tan sólo unos minutos para que llegara el principal encartado y todavía se estaba montando lo que sería “sala de justicia”. El propio fiscal, doctor Mendieta Hechavarría, vestido como los demás miembros del tribunal, con traje de dril blanco reluciente, y la toga impecablemente doblada sobre el brazo izquierdo, fungió de portero para identificar al personal de la Audiencia que debía trabajar en aquella sesión y autorizar la entrada de los periodistas, porque según la ley los juicios de Urgencia tenían que ser orales y públicos y allí no cabría otro público que los reporteros que llegaran a tiempo. Fuera del personal imprescindible a la Sala, una sola persona ajena asistió al juicio; la doctora Regla Mejías, hija de uno de los magistrados, quien recientemente se había graduado de abogada y pidió a su padre presenciar el proceso.

Los demás abogados, excluyendo a Fidel, eran Baudilio Castellanos, defensor de todos los combatientes en el anterior juicio, y ahora de Abelardo Crespo, y el docto Marcial Rodríguez, defensor de Pool Cabrera.

“No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayoneta calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma... y está presa...

“Os recuerdo que vuestras leyes de procedimiento establecen que el juicio será “oral y público”; sin embargo, se ha impedido por completo al pueblo la entrada en esta sesión Sólo han dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra. Veo que tengo por único público, en la sala y en los pasillos, cerca de cien soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria y amable atención que me están prestando ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército!”

Dentro de aquella estrecha salita no hubiera cabido una persona más, por eso la escogieron para celebrar aquel juicio y justificar, por razones de espacio, la ausencia del público que exigía el procedimiento. Esta crítica de Fidel al tribunal, matizada de ironía no tuvo respuesta, como ninguna otra durante su alegato que no fue nunca interrumpido. El tribunal no quería provocar una polémica.

En cuanto a la atención que le prestaban a Fidel los guardias y todos los que estábamos allí, sin excepción, era total. Observamos cómo a medida que transcurría el tiempo los soldados se iban relajando hasta quedar absortos escuchándolo; algunos recostaban sus armas a la pared o la colocaban sobre sus rodillas, en total abandono.

Aquel lenguaje desconocido, desusado, directo, sin fio reos, pero a veces poético, nos envolvía. Sus descripciones detalladas de la preparación y del combate y su dramática denuncia de los crímenes, las advertencias y premoniciones, la evocación, más de una vez de nuestros próceres y de la lucha por la independencia, insuflada de fervoroso patriotismo, la admiración por el heroísmo de sus compañeros y la proclamación del programa del Moncada —cumplido por la Revolución totalmente— que entonces parecía una quimera, per© que era la justa aspiración del pueblo, sobrecogió a su auditorio, que aumentó cuando alguien descubrió que el alegato podía ser escuchado perfectamente en la habitación de al lado, dividida por una delgada pared y una puerta separada dos o tres pulgadas del suelo. Este local fue disputado por las enfermeras y el resto del personal del Hospital para oír aquel discurso tan convincente y lleno de emoción, tan íntimo. Parecía que Fidel se estaba dirigiendo a cada uno de los que lo escuchábamos, cuando trataba uno u otro tema que podía tocamos de cerca.

Su voz fue más alta y apelativa cuando hablando di (osé Martí dijo: “Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo es fiel a su recuerdo; hay cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas, hay jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!”

Entonces bajó la voz, casi imperceptible, en tono di conversación, para decir: “Termino mi defensa, pero no lo haré como hacen siempre todos los letrados, pidiendo la libertad del defendido; no puedo pedirla cuando mis compañeros están sufriendo ya en Isla de Pinos ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a compartir su suerte...”

Y así continuó hasta pronunciar esta inolvidable y cumplida sentencia: “Condenadme, no importa, la Historia me absolverá”.