Artículos

¿Por qué el terror desatado por la dictadura de Batista no pudo frenar la lucha revolucionaria?

José Luis Tasende, uno de los asaltantes, poco antes de ser asesinado. Foto: Senén Carabia Carrey
José Luis Tasende, uno de los asaltantes, poco antes de ser asesinado. Foto: Senén Carabia Carrey

Fecha: 

26/07/2022

Fuente: 

Periódico Granma

Autor: 

La dictadura de Fulgencio Batista no solo fue incondicional al Gobierno estadounidense, sino también la más cruel padecida por Cuba. Su maquinaria represiva –ejército y policía– derramó sangre popular sin reparo alguno.
 
El dictador actuó siempre con el consentimiento de la mayoría de la burguesía nacional. Una parte lo alababa abiertamente; otra se hacía la de la vista gorda ante los excesos de violencia. La bestia y sus hordas eran, a fin de cuentas, el instrumento para frenar cualquier atisbo de cambio social.
 
La naturaleza brutal de aquel régimen se reveló en toda su magnitud tras el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953. La saña y la alevosía mostradas en el trato a los asaltantes, una vez que estos no pudieron tomar la fortaleza, se evidenciaron en la expedita disposición de Batista de matar a diez de los combatientes adversarios capturados por cada soldado caído.
 
La represión se enmascaró con mentiras coordinadas. A las pocas horas de la acción revolucionaria, el coronel Alberto del Río Chaviano, jefe de la fortaleza y conocido por el sobrenombre de El Chacal, esto último porque no tenía escrúpulos al organizar actos punitivos contra los enemigos de la dictadura, ofreció una conferencia de prensa en la que achacó a los asaltantes una riada de crímenes horrendos que solo él y sus subordinados eran capaces de cometer.
 
En lo sucesivo, por indicaciones del alto mando de la nación, para inculcar a los represores el exterminio sin contemplación de los asaltantes, se llegó a decir que estos habían degollado a los soldados enfermos que permanecían en el hospital.
 
La matriz de opinión creada para el momento dejó claro, en voz de las autoridades castrenses, que en el Moncada no habría prisioneros. En un artículo elaborado por la fallecida colega Marta Rojas, quien cubrió los sucesos, se precisa que, en la referida conferencia de prensa, el oficial mostró el «teatro de los hechos», lo cual fue en realidad una burda presentación de la masacre escenificada tras el revés de los revolucionarios.
 
«La prueba de los crímenes era evidente: se veían los cadáveres de los revolucionarios macerados por las torturas. A simple vista se comprendía que los habían vestido con uniformes nuevos, después de haberles dado muerte; ningún uniforme tenía huellas de bala», precisa la reportera.
 
Olvidó la dictadura que un crimen de esa dimensión no puede ocultarse. Vecinos del hospital civil Saturnino Lora, tomado por el grupo que encabezó Abel Santamaría, aseguraron que, a media mañana del 26, la soldadesca de Batista, en operaciones de limpieza sacó de la instalación médica a un grupo de 21 rebeldes apresados, entre ellos Haydée Santamaría y Melba Hernández, las únicas que quedaron vivas.  
 
Explica la cronista que fueron tomadas numerosas fotos que evidenciaban el crimen que se pretendía ocultar, pero la dictadura prohibió la publicación del valioso testimonio gráfico. Por si fuera poco, casi todas las fotos y las películas fueron requisadas.
 
Durante el ataque, los revolucionarios solo tuvieron cinco bajas mortales, pero pasadas las horas se reportaron otros 56 caídos. Sin dudas, la mayoría fue asesinada a quemarropa. Esto lo demostró Fidel, al actuar como abogado en el juicio al que se le sometió. El impugnado en ese momento fue el comandante Andrés Pérez Chaumont, organizador de combates ficticios que justificaron las víctimas mortales.
 
Se sabe que Fidel se salvó porque, agotado, tras una incesante actividad para evitar a los perseguidores, fue hecho prisionero por fuerzas al mando del teniente Pedro Sarría quien, una vez conocida la identidad del líder revolucionario, le recomendó no revelarla hasta que lo presentó al Vivac de Santiago de Cuba. Consciente de que preservaba la integridad física de Fidel, evadió entregarlo a las autoridades del cuartel Moncada.
 
Si la represión fue realmente despiadada y planificada, concebida para imponer la paralización del descontento popular a partir de implantar el terror, ¿por qué no se cejó en el empeño de echar abajo al tirano y al régimen que este representaba? ¿Por qué se multiplicó la rebeldía y sobrevinieron el desembarco del Granma, la lucha armada en la Sierra y el llano, y el triunfo revolucionario de enero de 1959?
 
En 1953 la República de Cuba era una caricatura. Sus estructuras habían hecho aguas y estas eran tan caóticas que la disolvían. Las masas no aguantaban más la explotación de las clases dominantes. Si alguien lo duda aún, que vuelva al Programa del Moncada, expuesto por Fidel Castro en su autodefensa.
 
Mediante ese Programa, el Jefe de la acción armada revolucionaria, argumento tras argumento, demostró que los gobernantes de la nación, de naturaleza fraudulenta, defendían intereses propios en detrimento de la soberanía nacional, en una aberrante sucesión de hechos lesivos contra el pueblo.
 
Ni ellos, ni la burguesía nacional, que a cambio de un poder a medias aceptó la gula de Estados Unidos con respecto al espacio territorial y espiritual de Cuba, tenían capacidad y voluntad para emprender cambios en el entorno social y político.
 
El mismísimo John F. Kennedy, presidente estadounidense, a quien no se puede calificar de amigo de la Revolución Cubana, en octubre de 1960, cuando estaba en campaña electoral, en un banquete que le ofreció el Partido Demócrata en la ciudad de Cincinnati, Ohio, hizo declaraciones sobre la dictadura de Batista. Sus planteamientos desconcertaron a muchos en las estructuras de poder del imperio:
 
«En 1953 la familia cubana tenía un ingreso de seis pesos a la semana. Del 15 al 20 % de la fuerza de trabajo estaba crónicamente desempleada. Solo un tercio de las casas de la Isla tenía agua corriente y en los últimos años que precedieron a la Revolución de Castro este abismal nivel de vida bajó aún más al crecer la población, que no participaba del crecimiento económico. Solo a 90 millas estaban los Estados Unidos –su buen vecino–, la nación más rica de la Tierra, con sus radios, sus periódicos y películas divulgando la historia de la riqueza material de los Estados Unidos y sus excedentes agrícolas. Pero en vez de extenderle una mano amiga al desesperado pueblo de Cuba, casi toda nuestra ayuda fue en forma de asistencia en armamentos, asistencia que no contribuyó al crecimiento económico para el bienestar del pueblo cubano…».  
 
Asimismo, añadió: «De una manera que antagonizaba al pueblo de Cuba, usamos la influencia con el Gobierno para beneficiar los intereses y aumentar las utilidades de las compañías privadas norteamericanas que dominaban la economía de la Isla. Al principio de 1959 las empresas norteamericanas poseían cerca del 40 % de las tierras azucareras, casi todas las fincas de ganado, el 90 % de las minas y concesiones minerales, el 80 % de los servicios y prácticamente toda la industria del petróleo y suministraba dos tercios de las importaciones de Cuba».
 
Más adelante reconoció: «Quizás el más desastroso de nuestros errores fue la decisión de encumbrar y darle respaldo a una de las dictaduras más sangrientas y represivas de la larga historia de la represión latinoamericana. Fulgencio Batista asesinó a 20 000 cubanos en siete años, una proporción de la población de Cuba mayor que la de los norteamericanos que murieron en las dos grandes guerras mundiales (…) Voceros de la Administración elogiaban a Batista, lo exaltaban como un aliado confiable y un buen amigo, en momentos en que Batista asesinaba a miles de ciudadanos, destruía los últimos vestigios de libertad y robaba cientos de millones de dólares al pueblo cubano».
 
Estas afirmaciones son todavía un derechazo al mentón, a quienes, en el exterior, y con nefasto apoyo interno, tratan de reescribir la historia. No las mencionan, aunque estén registradas en documentos a la mano de todos.
 
Tras el asalto a las fortalezas militares de Santiago de Cuba y Bayamo se mantuvieron los motivos para que los revolucionarios se enfrentaran a la represión. Por un lado, estaba la necesidad de lograr conquistas sociales que eran un anhelo popular.
 
Al mismo tiempo, los hechos dieron pie a una lección clave en la historia patria, de la que Fidel dijo: «El Moncada nos enseñó a convertir los reveses en victoria. No fue la única amarga prueba de la adversidad, pero ya nada pudo contener la lucha victoriosa de nuestro pueblo. Trincheras de ideas fueron más poderosas que trincheras de piedras. Nos mostró el valor de una doctrina, la fuerza de las ideas, y nos dejó la lección permanente de la perseverancia y el tesón en los propósitos justos».