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El Saratoga, la herida abierta

Los daños en la estructura del hotel y de los edificios contiguos son devastadores. Foto: Ricardo López Hevia
Los daños en la estructura del hotel y de los edificios contiguos son devastadores. Foto: Ricardo López Hevia

Pocos minutos después de las 11 de la mañana de este viernes, las inmediaciones del hotel Saratoga, a escasos metros del Capitolio Nacional, son un hervidero de gente asustada.  El persistente sonido de las sirenas, el polvo blanco suspendido en el aire, las cintas amarillas intentando aislar el perímetro… todo habla de desastre.
 
Parece que La Habana entera se ha movilizado hasta allí: policías, carros de bomberos, cisternas de agua, funcionarios; y justo esa operatividad marca la línea delgada, pero fuerte, entre el control y el caos.
 
En el camino hacia las cercanías del hotel, luego de mostrar la credencial de prensa una y otra vez para poder avanzar, resulta fácil angustiarse. «Los niños de la escuela, los niños», clama una señora.
 
«Por favor, den marcha atrás, hay peligro todavía», pide, casi implora, el oficial, mientras una mujer, en el borde del llanto, grita: «De aquí yo no me muevo, ahí está mi hermano». « ¿Y si explota de nuevo?, ¿sería una bomba?», pregunta un hombre. «No, fue el gas», le responde alguien.
 
De frente, el hotel Saratoga parece una de esas casas de muñecas a las que se les puede ver el interior, pero nada hay de inocente en el espectáculo de acero y cemento hechos jirones, de hermosas escaleras de madera truncas, de camas partidas por la mitad… y en lo primero que se piensa es en qué hubiera sido de hallarse ocupadas esas habitaciones, y también en el dolor terrible por los trabajadores que estaban allí, por la gente que pasaba justo en el instante fatal.
 
Los ojos no quieren ver, pero ven, las sábanas cubriendo los cuerpos, y así se confirma lo evidente ante ese escenario: es improbable que no existan víctimas fatales.
 
Las fuerzas de rescate y salvamento, mientras tanto, escalan por sobre las inestables pilas de escombros, muchachas y muchachos jovencísimos la mayoría, que apenas se perturban cuando un fragmento se precipita desde las alturas y la multitud contiene la respiración.
 
Debajo de los pedazos acumulados, por entre los cuales olfatean los perros buscando rastros, hay cuerpos y dicen que también señales de vida, extraerlos será un ejercicio milimétrico, porque un paso en falso podría desencadenar el derrumbe.
 
Los agentes del orden alertan, una y otra vez, del riesgo ante la osadía de fotógrafos y periodistas que avanzan en cuanto tienen chance. La congestión de las comunicaciones llega a ser desesperante cuando comienzan a ofrecerse las primeras declaraciones oficiales.
 
Alivia el alma saber que las niñas y niños de la escuela están bien, se les refugió en la sede del Parlamento, dentro del Capitolio, y allí fueron sus familias a recogerlos. Los vecinos del edificio colindante también se encuentran a salvo. Pero la cifra preliminar de muertes, heridos y críticos estremece, más aún porque se trasluce que crecerá inevitablemente. No fue una bomba. Fue un accidente. Un terrible accidente.
 
El ambiente es desolador bajo el sol inclemente del mediodía. Dan ganas de reverenciar a ese joven delgado en traje de bombero que sale cubierto de polvo a tomarse un vaso de agua, o de abrazar a cada uno de los familiares que se ven a lo lejos esperando noticias, con los ojos abiertos hasta la desmesura, fijos en el edificio que parece tan frágil. La palabra «desaparecidos» hace daño.
 
Allí están el Primer Secretario y Presidente Díaz-Canel, y todas las autoridades imaginables; y está Cuba entera, porque en cuanto reaparece la conexión por unos instantes corre de voz en voz la noticia de que ya están convocando a donar sangre, y de todas partes llegan los mensajes de pesar.
 
No se para de trabajar en los restos del hotel a la hora en que los primeros equipos de prensa regresan a sus redacciones. Pareciera que la vida se detiene para concentrarse en ese pedazo de país.  El Parque de la Fraternidad vacío confirma lo inusitado del momento. Es una herida abierta el Saratoga. Tras las cintas, se agolpa todavía la multitud, pero ya no frenética como horas antes, sino afligida. La gente apenas conversa. Es un día triste.

Fuente: 

Periódico Granma

Fecha: 

07/05/2022